martes, 16 de julio de 2013

EL KIRCHNERISMO Y EL FIN DE LA NOSTALGIA. O una mirada militante subjetiva sobre estos diez años.


A propósito de esta década ganada, revisando viejas publicaciones virtuales encontré esto que escribí hace un par de años, con motivo de cumplirse el octavo aniversario de la asunción de Néstor a la Presidencia de la Nación.

La nota fue escrita para ser publicada como parte de una compilación que armaron en su momento los integrantes del grupo "militancia kreativa" y no la había vuelto a leer. 

No estoy seguro de que sea buena. Incluso, su lenguaje me resuena hoy algo pretencioso, excesivo en adjetivaciones y redundante. 

Lo que es seguro, es que describe con bastante exactitud lo que representaron estos diez años para mi propia subjetividad militante y para la de algunos otros que -habiéndo hecho nuestras primeras armas allá lejos y hace tiempo-  nos sentimos parte de esta nueva juventud maravillosa que volvió a la política gracias a Él.

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¿Qué decir que no se haya ya dicho de estos años que comenzaron aquel cercano y lejano al mismo tiempo 25 de mayo de 2003?

¿Cómo intentar expresar algo de lo que representó y representa el kirchnerismo, sin caer en la repetida e interminable enumeración de medidas a la que estamos –en buenahora- acostumbrados a escuchar o recitar en charlas familiares, discusiones y discursos?

¿Desde qué lugar describir con relativa originalidad los sustanciales cambios políticos, sociales y culturales que se produjeron en el ciclo histórico que transitamos y pretendemos seguir transitando?

La salida que se me ocurre es hablar, simplemente, desde la propia subjetividad. De lo que significó y significa el kirchnerismo para mí y para aquellos con los que comparto la cotidianeidad militante desde hace años.

De paso, me pongo a tono con la moda en ciertos ámbitos de la literatura política e histórica “seria”, que aborda los procesos de mediana y corta duración a partir de las transformaciones que se producen en la vida cotidiana y en las “subjetividades”. Desde esta perspectiva: ¿Qué mejor manera de explicar un profundo cambio cultural como este del que somos parte que a partir del cómo se traduce ese cambio en nuestro día a día y en las perspectivas con las que miramos el mundo y abordamos nuestra acción cotidiana?

Provengo de una familia de militantes. Hijo de militantes. Sobrino de militantes. Nieto de militantes. Desde pibe, en sobremesas y reuniones familiares, me acostumbré a la conversación política y me formé en mi comprensión de lo histórico con una derrota a cuestas, que tiñó desde un primer momento mi percepción de la realidad y de la política.

Mis primeros años de militancia –compartida con varios de los compañeros con los que aún caminamos senderos comunes- fueron en la UES de La Plata, con los últimos estertores de la llamada primavera democrática, y cuando aún la renovación peronista representaba cierta esperanza de resignificar y remontar la derrota de los setenta. Mis compañeros y yo éramos todos o casi todos hijos de militantes y nos formamos leyendo los mismos libros que nuestros viejos, más las pocas publicaciones disponibles respecto de la historia reciente.

En esa época teníamos esperanza, es verdad. Pero era una esperanza nostálgica, centrada en la reivindicación de una historia no vivida por nosotros. Nos sentíamos herederos y continuadores de una experiencia histórica inmensa, gigante; pero andábamos a los tumbos como guardiantes de una tradición abandonada, o como  incomprendidos portadores de una épica a destiempo.

Apenas recorridos esos primeros pasos, los noventa, el neoliberalismo y la caída del muro de Berlín derrumbaron el edificio que cimentaba nuestra militancia y nos encontramos desnudos y desamparados frente a una realidad que no figuraba en los manuales que habíamos leído. El peronismo que nos habían contado no existía más y el desconcierto parió la dispersión. Entonces, oscilamos entre el refugio de la vida privada y diversas alquimias políticas, culturales y/o sociales que variaban en sus grados de resistencia e integración respecto del orden neoliberal, pero que no lograban constituirse en ningún caso como espacio común para la militancia, para todos los militantes nacionales y populares.

Y en esos años de resistencia, escepticismo y/o desesperanza, nos acostumbramos a la derrota, nos acostumbramos a perder. Porque si bien hubo innumerables experiencias de resistencia al neoliberalismo de las que participamos, si bien hubo ejemplos encomiables de lucha y de construcción, lo cierto es que en términos subjetivos nuestra mirada estaba más centrada en el espejo de un pasado irrepetible que en un horizonte que sentíamos como árido y hostil. Nuestra utopía seguía estando detrás muestro.

El 25 de mayo de 2003, deus ex machina mediante, todo cambió de manera inesperada y nuestra subjetividad militante dio (sería más preciso decir que fue dando) un giro copernicano.

Es cierto que la llegada de Nestor al poder sería impensable sin la crisis terminal del 19 y 20 de diciembre de 2001. También es cierto que la resistencia al neoliberalismo se fue forjando en la calle y generó el plafón sin el cual esta experiencia histórica no sería posible. Nadie en su sano juicio puede discutir eso. Tampoco que este proceso político es parte de un proceso regional más general de salida de la noche neoliberal y de construcción de proyectos populares desde el Estado.

Sin embargo, la llegada de Nestor al gobierno fue una anomalía que sorprendió a todos. A nosotros y a ellos.

Día a día, semana a semana, mes a mes y medida de gobierno a medida de gobierno, fuimos sintiendo por primera vez en nuestra vida que un Gobierno cinchaba del mismo lado que nosotros. Al principio con desconfianza, luego con algo de sorpresa, finalmente con entusiasmo, nos fuimos convenciendo de que este gobierno era nuestro gobierno.

Como los amantes desolados que vuelven a vivir el amor después de mucho tiempo de soledad y escepticismo, nos costó darnos cuenta del todo, pero un día despertamos y de repente nos dimos cuenta que habíamos dejado de añorar épicas pretéritas y estábamos viviendo nuestra propia primavera.

Y entonces nos enamoramos definitivamente de Nestor. Y lo quisimos como quisimos y queremos a pocos. A muy pocos en toda nuestra historia. Y después, también, nos enamoramos de Cristina.

Vaya paradoja, el discurso de la derecha y los medios hegemónicos suele tildar al kirchnerismo de nostálgico, debido a su política de memoria, verdad y justicia y su reivindicación de la experiencia política de los setenta. Nada más erróneo. Porque si hay algo que caracteriza a los procesos transformadores es que al construir su propia épica refundan la afectividad de quienes forman parte del mismo, dotándolos de una nueva mística y un nuevo relato que, aunque anclado en tradiciones anteriores e incorporándolas al nuevo proceso, se plantee reivindicaciones y objetivos novedosos, acordes con el contexto histórico en que se desenvuelve.

En este caso en particular, además, el haber avanzado en el juicio y castigo a los genocidas y los responsables del saqueo y la ignominia se transformó en la condición de posibilidad de encarar, justamente, un nuevo proceso transformador a favor de los sectores populares.

En 1996, al conmemorarse los veinte años del golpe genocida, se estrenó la película de “Coco” Blaustein, “Cazadores de Utopías”. Recuerdo el monólogo final de “Piraña” Salinas, antes de la única, monumental versión grabada de La montonera del Nano Serrat sobre la que se ven los títulos del documental.

Recuerdo casi exactamente sus palabras, que ponían el broche final al film: él decía, desde el dolor de la derrota, que se sentía orgulloso de haber formado parte de esa generación, de haber formado parte de esa juventud maravillosa, de haber sido protagonista de la historia, de esa historia. Incluso, agrego yo, más allá del resultado final.

Recuerdo también la extraña mezcla de ternura, nostalgia y envidia que sentí la primera vez que lo ví y lo escuché: ser protagonista de un proceso transformador es el sueño de todo militante popular . Por esos años, sin embargo, la expectativa de que la historia nos diera esa oportunidad parecía remota y hasta inverosímil. Parecía que no quedaba más remedio que resistir y seguir añorando una historia no vivida por nosotros.

Entonces, eso es lo que significaron estos años de kirchnerismo, para mí, y para muchos de nosotros, en términos de nuestra más íntima subjetividad: El fin de la nostalgia. El fin de la nostalgia y el comienzo de una etapa de la que podemos enorgullecernos, como “Piraña”, de ser protagonistas.

La diferencia a favor nuestro, es que esta vez no habrá derrota.


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