lunes, 15 de septiembre de 2014

LA FLOR DE LA CIUDAD

Parece que la inspiración anda rondando con más asiduidad ultimamente. O quizás sea, en realidad, que cuando uno se impone las tareas metódicamente y con regularidad, el esfuerzo da sus frutos. La cuestión es que salió nuevo tema, apenas a unos pocos días del anterior.

Podría intentar ponerme en intelectual y profundo, y decir que lo que sigue habla de la construcción del deseo insaciable en la sociedad de consumo, de la mecánica histérica del capitalismo tardío, o de la violencia que engendra la perpetua insatisfacción de las propias necesidades que genera.

Pero no. Es la historia de una piba. De una piba de barrio que anda por el centro y ve los carteles, las vidrieras, las propagandas. Y que un día se cansa. Y decide tomar lo que siente que le corresponde. Y que venga la que venga. Nada más simple que eso.

Para terminar, y jugando al autor de fábulas con moraleja, no exageremos con eso de los cuentos de hadas y las películas de princesas que terminan siempre bien. 

Va a ser otro intento de rocanrol. En Sol menor, para más detalles.
Un abrazo para Ivo.


LA FLOR DE LA CIUDAD


Eso 
que esta en los carteles
cubriendo el gris
con todos sus pinceles
Eso
que tanto te nombra
mostrándose en la luz
sueño sin sombras
No es más
que lo que no tendrás jamás
Mirás
tan solo por mirar

Eso 
que tanto te excita
fingiendo amor
vendiendo su sonrisa
Eso
que te vuelve loca
no es para vos
se mira y no se toca
No es más
que tu deseo vano y cruel
Soñás 
y no podés tener

Hoy
vas a disfrazarte
de princesa
no hay dolor
ya no hay tristeza
todo es vuelo y libertad
Hoy
vas a conquistar
escaparates 
las carencias 
que te laten 
no te duelen nunca más 
Hoy vas a ser
al menos por un rato
la flor
la flor de la ciudad 

Eso
que vive tu vida
sin ser real
ni ser todo mentira
Eso 
que muere en tus ojos
dejándote el sabor
de los despojos
No es mas
que un juego en el que no jugas
Llorás 
No dejás de llorar

Hoy
vas a disfrazarte
de princesa
no hay dolor
ya no hay tristeza
todo es vuelo y libertad
Hoy
vas a conquistar
escaparates 
las carencias 
que te laten 
no te duelen nunca más 
Hoy vas a ser
al menos por un rato
la flor
la flor de la ciudad 

Hoy 
vas a reventar tantas vidrieras
desterrar tantas miserias
como puedas desterrar
Hoy 
vas a convertirte en pesadilla
guerrillera 
y fugitiva
de los dueños del lugar
Hoy 
vas a repartirte entre la gente
terminar con lo pendiente
y ser la flor de la ciudad
Hoy 
vas a caminar entre las llamas
y no importa si mañana
ya no hay luz 
al despertar

lunes, 8 de septiembre de 2014

PÁLIDA LUZ

Esto necesariamente iba a pasar. 
Guitarra nueva, medio farabutera, y uno en seguida se cree un rockero. 

Como buen rockero entonces, hay que componer un rocanrol en la guitarra. 
Y aunque uno sea un cuarentón, nunca es tarde para empezar.

Acorde con la etapa de la vida del que lo piensa, el protagonista de ocasión no tiene rostro, nombre, ni apellido. 

O tal vez, si. 
Muchos quizás. 
Es el Derrotado. 
El Quebrado.  
El Vencido.  


Pero no ese "vencido" que pide a gritos lugar en el caballo del Quijote, para regodearse en su derrota y concebir todas las melancolías.  

No, este es el vencido que sin darse cuenta vende su alma al enemigo, y funda su derrota en la que creyó su victoria. Este es el vencido que se convirtió en aquello a lo que alguna vez aborreció y que, cuando quiso darse cuenta, ya era tarde.
    
"Todos tenemos uno", diría un amigo. 

Todos conocemos un quebrado. 
Muchos de nosotros, incluso, damos pelea cotidianamente con uñas y dientes para no ser devorados por esos seductores fantasmas, y para no conventirnos en zombis de ese lado oscuro al que juramos combatir. 

Cuando lo logramos, seguimos siendo nosotros mismos. 
Cuando no, la mirada se inunda con la pálida luz de esa derrota tramposa, a la que algunos tontos o perversos llamarían "éxito".  


PALIDA LUZ 

Como una rebelión de palabras 
sin saber
esta canción es tu castigo
Triste revolución del pasado 
sin querer
vas silenciando los testigos
imaginarios de tu voz
asesinando todo

Solo en tu soledad
cuando nadie puede ver
te enamorás de tu enemigo
Temes la libertad
el futuro 

y el saber
que sólo sos sueños perdidos
en la ruleta del dolor
adormecido y loco

¿Alguien alguna vez

un segundo pudo ver
sin detener el tiempo
y descubrió en tus ojos
la pálida luz
la pálida luz
la pálida luz de tu mirar?

¿Alguien te concedió
su sonrisa alguna vez
sin provocar el miedo
sin encender tan solo
la pálida luz
la pálida luz
la pálida luz de tu mirar?

Cometas de neón
serpentinas de placer
anestesiaron tus sentidos 
Dioses de cotillón
candelabros de papel
y un corazón que fue vendido
en el mercado del amor
donde dejaste el fuego

Gris y desolación
el palacio que fue ayer
solo paredes 
y el vacío
rifaste tu ilusión
en las mesas de un café 
te disfrazaste de mendigo
y andas rogando lo que sea 
arrodillado y triste 

¿Alguien alguna vez
un instante pudo ser
sin derrotar el viento
y descubrió en tus ojos
la pálida luz
la pálida luz
la pálida luz de tu mirar?

Alguien te regaló
su caricia alguna vez
sin derretir el hielo
sin encender tan solo
la pálida luz
la pálida luz
la pálida luz de tu mirar?

jueves, 4 de septiembre de 2014

LA QUIMERA DE LA LONGEVIDAD O LA UTOPÍA DE LA TRASCENDENCIA. (Filosofía barata en chancletas)

Recuerdo hace unos años, en ocasión de la enfermedad de una persona mayor que no parecía tener intención "de pelearla", y de la consternación que esa supuesta "desidia por la propia vida" generaba en sus seres queridos, haber reflexionado por primera vez, para mis adentros, respecto de este imperativo de vivir, de mantener la existencia biológica, sin importar demasiado ni el cómo ni el para qué. 

Esta etapa de la civilización en la que vivimos, hipersecularizada en casi todos sus aspectos, paradójicamente, sacraliza la vida como un fin en sí mismo, más allá de felicidades y desdichas, de placeres y sufrimientos, de futuros imaginados o pasados añorados. Y nos impone una especie de exageración grotesca del existencialismo, que -en el fondo- se vuelve ridículamente antiexistencialista. 

Escuchamos todo el tiempo: 
Hay que dejar de fumar para vivir más años. 
Hay que comer sano para vivir más años.
Hay que evitar los excesos para vivir más años.
Hay que esquivar las emociones fuertes para vivir más años.

Pero... cuál es el límite?
Cuáles son los placeres, las emociones, las intensidades, los riesgos, que estamos dispuestos a resignar en pos de alargar nuestra existencia en el mundo, sin que la misma pierda sentido?
O en todo caso, quién, además de nosotros mismos, de cada uno de nosotros mismos, está en condiciones de decidir respecto del cómo y del cuánto de nuestro paso por la vida?

Cuenta mi viejo que a su abuelo, un gallego viudo de gustos picantes, el médico una vez le dijo que para vivir varios años más, tenía que "dejar las minas, el tabaco, el alcohol, y cuidarse en las comidas". La respuesta del viejo fue de antología. Le dijo al Doctor "me gustaría que Usted me explique para qué querría yo vivir más años si no puedo fumar, coger, chupar, ni comer como me gusta".  Muchos se escandalizarían ante semejante respuesta. 

Otros podrán argumentar, seguramente con razón, que hay muchas otras razones por las cuales querer vivir, más allá de esos "placeres mundanos" a los que aludía mi bisabuelo. Lo que es indiscutible, es que el gallego estaba en todo su derecho de elegir cuáles eran sus razones para vivir o para no hacerlo.

Hoy a propósito de la larga e inducida agonía de Cerati, leí un artículo de un médico que -desde otra perspectiva mucho más seria- me movilizó mucho.
El mismo, aborda también el tema de este imperativo de la permanencia, del alargamiento de nuestra existencia biológica, incluso quizás a costa de nuestra existencia en un sentido más profundo e integral. 
Adjunto el enlace de esta nota que me parece vale la pena leer:

Hay sabidurías que quizás nunca lleguemos a adquirir. Y una de ellas es, posiblemente, la sabiduría respecto de cómo enfrentar a la muerte, tanto la propia como la ajena. 

Lo que sí es seguro, es que es un despropósito, una quimera irracional, que el parámetro que rija nuestra existencia sea el de la longevidad o la permanencia biológica. 

Sin entrar en consideraciones metafísicas, quizás, rescatar y retomar cierta idea de "trascendencia" nos sirva para vivir menos torturados con la idea de nuestra propia muerte. Sobre todo porque, entre otras cosas, no podremos evitarla.

Y esta idea de trascendencia no alude necesariamente a cuestiones religiosas. Desde la simple idea de "Plantar un árbol. Ecribir un libro. Tener un hijo", hasta la creencia en la existencia más allá de la muerte, que cada cual defina de qué manera pretende trascender.

Los que se rijan por el parámetro de la longevidad, podrán aspirar, a lo sumo y con suerte, a una mención en el libro de Guinness.

Los que nos rijamos por la idea de trascendencia, tenemos permiso para soñar con los libros de historia, las antologías poéticas, los museos y monumentos, el favor de aquellos dioses a los que adoremos y, lo más importante, el recuerdo grato de nuestros hijos y nietos.

La definitiva partida del inmenso y trascendente Gustavo Cerati me generó ganas de decir esto, aunque quizás no le interese demasiado a nadie.

Para terminar, nada mejor que -justamente- algo del propio Gustavo hablando, justamente, de las quimeras.